De la Cultura de la Competición a la Cultura de la Competencia
February 4, 2021 by Eric Tolson in Opinion with 0 comments
Pisó la línea, alzó la mano para pedir la patada, y afirmó con autoridad: “ya estamos grandecitos como pa’ pendejearnos cuando uno la caga.” Inmediatamente respondió otro con marcado acento norteño: “su nalgadita nada más, pues,” mientras azotaba el resorte del short al fajarse.
Fue un torneo hace un par de años, y en ese momento no supe bien cómo tomar el comentario; mi perspectiva estaba un tanto ofuscada por el gesto. Ahora me doy cuenta de que quizá sin saberlo, ese jugador me compartió una perla de sabiduría: cuando erramos, lo último que necesitamos es que nuestros compañeros nos lo recriminen o nos castiguen. Errar ya es suficientemente indeseable como para agravarlo. Lo que necesitamos en esos momentos adversos es justamente lo contrario: que nuestros compañeros de equipo nos ayuden a recuperar nuestra confianza en nosotros mismos y nos recuerden que estamos ahí los unos para los otros.
Ultiproblemas
Las idiosincrasias que separan al ultimate de todo otro deporte que yo haya jugado antes – ser autogestionado, auto-oficiado y mixto – lo convierten en un fértil caldo de cultivo para grandes aprendizajes de vida y no solo “deportivos”. Sin embargo, estas características tienen también sus asegunes. En este artículo, Daniela Loustalot, jugadora mexicana con años de experiencia a nivel nacional e internacional, señala el lado problemático de cada una de estas idiosincrasias del ultimate. Aquí una breve paráfrasis:
- Al ser mixto, se trasladan los problemas de nuestra sociedad mixta, nominalmente, el machismo.
- Al ser autogestionado, se pierde de beneficios que pueden venir con la formalización de los espacios deportivos.
- Al ser auto-oficiado abunda la falta de claridad y transparencia en procesos organizativos y de toma de decisiones.
Recomiendo leer el artículo para entender cómo estas características se alimentan entre sí, creando ciclos viciosos difíciles de romper y complejizando drásticamente el problema que tenemos de frente como comunidad.
Todos estos aspectos problemáticos de las particularidades del ultimate (Dani les llama “lados oscuros”) no son intrínsecos, ni inevitables, ni destinan a nuestro deporte a fracasar. Se pueden transformar. Yo no sacrificaría la auto-arbitración, la división mixta, ni el ethos autogestionario por nada del mundo. Al contrario, creo que estas características contienen dentro de sí mismas las soluciones para sus problemas.
El problema no yace en autorregular o autogestionar una sana convivencia mixta entre hombres y mujeres –al contrario, ¡eso se oye chidísimo!– sino en que tenemos muy poca experiencia en ello. Lo que es peor, tenemos muchos años de práctica en otras formas organizativas (machismo, jerarquía, dominación); tanto así que las vemos como lo “normal”. Se han vuelto hábitos inscritos en nuestro comportamiento. Muchas veces hasta nos resultan invisibles, lo cual hace tanto más difícil romper los patrones de comportamiento dolorosos e instaurar otros más armoniosos. La dificultad de nuestro reto radica en que nos hace falta entrenar este conjunto de habilidades (la autogestión, autorregulación y despatriarcalización) tan específicas e indispensables para nuestra liberación.
Por entrenar entiendo el practicar una actividad de forma intencionada, constante y consciente en busca de una mejora continua. El ultimate nos ofrece la posibilidad de hacer esto en múltiples sentidos.
Propuestas
Ya hay iniciativas inspiradoras alrededor de los espacios ultimateros que lanzan propuestas valientes desde la auto-organización y el ethos comunitario. En los últimos años, el movimiento por la equidad de género y el empoderamiento femenino ha dado un salto brutal en el imaginario ultimatero (y el deportivo en general), tomando un rol protagónico en la conversación sobre el desarrollo y rumbo del deporte.
Alineándose con la bandera de #playlikeagirl, el Girls Ultimate Movement (GUM) ha hecho un trabajo formidable con niñas y jóvenes para acrecentar el ultimate femenil. La primera liga profesional femenil, Premier Ultimate League (PUL) – que ha puesto la justicia social al centro de su propuesta de valor – fue un éxito en 2019, su primer año de operaciones. Adicionalmente, jugadoras de distintas identidades y equipos unieron esfuerzos para crear Equity in Mixed Ultimate (EMU), un proyecto dedicado a la difusión de materiales para abordar las problemáticas de género en equipos mixtos.
Ahora, querido lector, permíteme dirigirme a tí como lo hacía Dora la Exploradora, con la mirada frente a la cámara, y preguntarte: ¿ves algo faltante?
*Parpadeo silencioso*
¡Lo adivinaste!
¿Qué avances se están haciendo desde la contraparte varonil alrededor del tema?
No diré que la actividad es nula, porque sería falso e injusto hacia algunos esfuerzos que vale la pena nombrar. Incluso la AUDL (posiblemente la institución más polémica en nuestro deporte) ha hecho intentos por acoger con distintas estrategias algunas de las muchas críticas que se le han hecho. Y cabe subrayar que GUM también ha hecho esfuerzos notorios proponiendo maneras fáciles en que los equipos varoniles pueden apoyar sus esfuerzos, principalmente dándole visibilidad mediática al movimiento y solidarizándose con “equipas hermanas” para compartir algo de sus privilegios y capital social.
Sin embargo, por nobles que sean estos esfuerzos, siguen siendo propuestos por las compañeras, replicando un patrón tóxico donde las identidades más violentadas (en este caso, las mujeres) son quienes cargan con la responsabilidad y labor de construir la agenda de cambio entera. Considero que en y desde nuestros equipos varoniles, podemos agenciarnos más activamente de la violencia de género y tomar cartas en el asunto: usar nuestros equipos como un espacio para construir otras masculinidades más allá de las hegemónicas que hemos aprendido y replicado en espacios deportivos.
Masculinidades y Deporte
El deporte es un espacio de capital incidencia en el tema de género porque es donde muchos aprendimos y practicamos gran parte de nuestra masculinidad hegemónica. Basta con ver una reta de fútbol para desilusionarse con los patrones tóxicos que ahí replicamos desde niños. Hacer trampa, fingir lesiones, buscar jugadas egoístas en vez de jugar fácil en beneficio del equipo, hacer berrinche cuando alguien más la riega, echarle la culpa a los demás, escalar los desacuerdos a peleas, etc. Se me desinfla el corazón al decirlo, pero, el fútbol en México hoy es un foco de violencia; el único balazo que jamás he oído estallar en mi colonia fue disparado en la cancha junto a mi casa.
¿Qué más podemos esperar si alabamos el comportamiento agresivo de nuestros ídolos futboleros? ¿Si en los medios glorificamos la “picardía” de un delantero que se avienta para conseguir el penal? En este sentido, el fútbol profesional y la manera en que se mediatiza actúan como uno de los principales canales de propaganda machista.
Por supuesto, no es sólo el fútbol. Se da en el ultimate también, y me imagino que en cualquier otro deporte en equipo (¡por favor avisenme si hay uno donde no, para probarlo!). Las infames conductas que tanto nos lastiman se pueden encontrar en espacios donde los hombres se reunen en un ambiente de competencia: el inquebrantable pacto masculino, la charla de vestidor, el “ya te la cogiste”, “puto si no”, “no seas marica”, y un largo etcétera que no discurriré porque me resulta demasiado doloroso y además no me alcanzarían las páginas.
Es en este preciso ambiente, entre el vapor de toallas y tachos cochinos, donde creo que se pueden construir otras masculinidades. Donde podemos aprender a cuidarnos, a querernos, a corresponsabilizarnos, y un enorme etcétera que todavía no me alcanza la visión política para enunciar porque aún nos queda mucho camino por andar.
Nosotros vs. Nosotros
Veo dos motivos por los cuales la masculinidad tóxica entre hombres se exacerba en espacios deportivos (en contraste con grupos de otros entornos como los colegas del trabajo o la escuela). El primero es una distorsión de lo colectivo, y el segundo es un corrosivo ambiente de competición constante.
Bajo el paradigma que domina actualmente, la masculinidad se construye en colectivo pero se vive en soledad. Aunque uno sepa que es dañino, uno accede a ponerse la máscara y participar del performance de ser macho ante sus cuates porque no quiere ser “el marica”, y más aún porque teme lo que esto representa: el ostrato. Somos seres sociales. Todas las personas añoramos pertenecer, importar, ser reconocidas. Y nos aterra su contraparte; le rehuimos al exilio, al aislamiento, al rechazo; todo lo que representa “rajarse” en el juego de la masculinidad hegemónica.
En los deportes de equipo esto se vive a flor de piel. Pasamos largos ratos conviviendo sólo entre nosotros, y nos volcamos por completo en la dinámica grupal de simios, dándonos de golpes en el pecho sin reparar en cómo se ve interpelada nuestra integridad individual y el resto de la sociedad. Además, la noción de “equipo” en los deportes distorsiona la identidad colectiva. Con uniformes, porras, escudos, slogans y demás, construimos una idea de “nosotros” muy asentada pero a la vez un tanto difusa, muchas veces sin un claro sentido de propósito.
Valoramos esa sensación de pertenencia a lo que llamamos “nosotros”, a veces por encima de cualquier otra cosa, pero, ¿qué significa verdaderamente ser “nosotros”? ¿A qué señalamos para definirlo? Muchas veces, nadie sabe lo que significa.
¿En torno a qué gira verdaderamente este marcado sentimiento de colectividad?
Pues… ganar, ¿no?
Bajo la visión masculina tradicional, lo que une al equipo es el deseo de ganar, de ser mejor que los demás. Este se vuelve el telón de fondo para toda interacción en el equipo, al grado de lastimar a nuestros propios congéneres y a nosotros mismos. El (des)enfoque tóxico de la competición es tan generalizado que permea incluso dentro del equipo, y los individuos están en una lucha constante por la cima de la pirámide. Estamos tan ensimismados en el juego de llegar a la cima que estamos dispuestos a pisar a nuestros propios compañeros de equipo (y a nosotros mismos) en el ascenso.
Lo que aquí llamo competición es uno de los valores centrales del paradigma hegemónico actual. Es un componente clave de la masculinidad tóxica, pero tampoco está limitado exclusivamente a ella. Podemos verlo operar en casi cualquier ámbito de la sociedad; llámese laboral, escolar, familiar, etc. Llegar antes que el otro, tener más que el otro, poder más que el otro. Es la premisa básica del sistema económico imperante; el axioma conductual por excelencia. La competición es el motor de la dominación. Incluso si no tengo ambición de ser el primero, le echo ganas con tal de no ser el mero jodido. Madrear o ser madreado. Nos han enseñado que esto no es sólo “normal” sino deseable y sinónimo del éxito.
Se ha vuelto parte clave de la construcción masculina, y en los deportes de equipo es el pan de cada día, el “nombre del juego”. Sacar nuestros egos en el vestidor y medírnoslos para ver quién es “el más vergas”. Incluso entre compañeros de equipo. Aunque sepamos que para los fines de la competición con otros equipos nos beneficia directamente que nuestro compañero esté bien, estamos dispuestos a lastimarlos y a lastimarnos (ya sea de forma directa o indirecta) con tal de no salir perdiendo en ese juego.
Otros Juegos Son Posibles
¿Y qué hacer con todo esto?
Para responder, me gustaría citar la definición más básica del Espíritu de Juego: “el comportamiento consciente practicado por jugadores antes, durante y después de un partido de ultimate.”
En otras palabras, ¡ponte las pilas! Observa y regula tu comportamiento constante y conscientemente, porque nadie te va a estar dando tus nalgaditas punitivas. Y además, ponte las pilas siempre, no sólo cuando estás bajo los reflectores. Todo el tiempo estamos exhibiendo algún tipo de comportamiento, y en cada momento tenemos agencia sobre ello. Nuestro comportamiento tiene un impacto en el de otras personas; los hábitos, sean buenos o malos, se contagian. Asumamos esa gran responsabilidad con el cuidado que se merece. En un acto de fé, el EDJ le otorga un voto de confianza a cada jugadora como la persona más apta para autogobernarse.
Como contrapropuesta a la cultura individualizante de la competición, se me ocurre plantear una cultura de la competencia, inspirada en el EDJ. “Competencia” en tanto que “ser competente”; hacer las cosas bien, dar lo mejor de sí, cultivar la práctica intencionada de la excelencia dentro y fuera de la cancha, aspirando a ello en todo momento.
Hay una enorme dificultad en esto, y muchas personas se han roto el coco por milenios tratando de resolverla: ¿qué es “el bien”?
En el ultimate (como en otros deportes y juegos) operamos bajo una definición muy clara de lo que es deseable y lo que no, porque lo caricaturizamos de forma muy burda, al grado en que lo llamamos “ganar” y “perder”. Meter goles es deseable, que te metan goles es indeseable, así de fácil. Pero en la realidad más allá del juego sabemos que “hacer lo correcto” no se puede reducir a una dicotomía tan simplista.
El EDJ nos invita a expandir y matizar nuestra concepción del “bien”. Ya no sólo lo reduce a meter goles. Puedes ganar un partido en el marcador, pero si lo lograste con trampas y artimañas, perdiste contra tí mismo en el juego de la integridad. Puede que tu equipo haya ganado el encuentro pero tú saliste expulsado y mentando madres. El cómo jugamos se vuelve parte medular de nuestra evaluación de desempeño, de nuestra definición del éxito y, por tanto, informa nuestro hacer.
Para mí esto es evidencia de que en los deportes competitivos, los equipos participantes están acordando cooperar entre sí (aunque sea de forma implícita o inconsciente) para generar una simulación que les haga sacar a todas las partes involucradas lo mejor de sí. Si bien dentro de la lógica de la simulación hay supuestos “ganadores” y “perdedores”, todas las partes se ven beneficiadas de participar en ese ambiente de alta presión y exigencia. Aunque en el teatro del juego nos pongamos uniformes diferentes y coreemos distintas porras, en el fondo todo el mundo está jugando en el equipo de la superación personal y la mejora colectiva, jugando del lado del “nosotras” más amplio y profundo.
En ese sentido, veo el deporte (y los juegos en general) como un pequeño laboratorio en el que podemos entrenar para la vida; una placa de petri dónde ejercitar nuestra voluntad y toma de decisiones en un entorno relativamente seguro. El juego es una simulación virtual de situaciones de altas apuestas, donde las victorias son de muy alta recompensa, y las derrotas son de muy bajo o nulo riesgo, ya que si pierdes un partido, al final del día es intrascendente en el panorama más amplio de la vida. Quienes “pierden” en el juego de la competición se benefician de aprendizajes en la misma medida (quizá hasta más) que quienes ganaron, y lo importante de estos aprendizajes es que muchos sí son trascendentes en el estadio más amplio de la vida en sociedad.
Pensemos en un equipo que invirtió toda una temporada en busca del campeonato. Un año de trabajo, compromiso al máximo, soñando con la copa. En el torneo, lucharon y crecieron en cada partido hasta llegar a la final. En la final soñada, dieron un partidazo. Pero la perdieron en gol de oro. Un año completo de trabajo. Y ya no hay próxima porque las cosas cambian, sucede la vida, jugadores se retiran, y quién sabe si vaya a seguir existiendo el equipo en un año, menos una oportunidad como la que se acaba de ir, ¡a un gol de diferencia!
La familiaridad de la historia puede resultar dolorosa, lo sé, porque es real. Pero creo que hay grandes aprendizajes inscritos en cómo abordamos la colectividad ante esos momentos de derrota. ¿Cómo somos compañerxs ante lo adverso, cómo actuamos cuando no conseguimos lo que queremos, aquello que trabajamos? ¿Qué “nosotros” es el que queda cuando desvanece el “nosotros” como campeones, esa proyección que tanto soñamos?
Ahí es donde verdaderamente importa cómo le des la nalgada a tu compañero de equipo. Lo que aprendí del compañero fajado hace un par de años es que la cultura de la competencia trasciende la competición porque enaltece nuestra naturaleza cooperativa.
Si entendemos que en el deporte hay mucho más en juego que sólo el marcador, podemos empezar a abordar nuestros espacios deportivos con mayor corresponsabilidad y utilizarlos para la transformación social, apoyándonos en el EDJ.
Podemos usar el deporte en equipo para replantearnos la colectividad, actuar desde y para ella; habitar nuestros equipos desde la interdependencia y el cuidado mutuo, cultivar relaciones más afectivas– ¡hay mucho que aprender de la sororidad que se vive en equipos femeniles!
Aprovechemos la cancha para aprender otras maneras de relacionarnos con nuestra corporalidad y con nosotros mismos. El ultimate puede ser un escenario para ensayar la despatriarcalización; auto-oficiar las relaciones de género, autorregular nuestros comportamientos. El EDJ nos ayuda a practicar nuestras habilidades de diálogo, escucha, empatía y resolución de conflicto, herramientas útiles para cualquier cooperación fructífera, e indispensables para atender la violencia de género.
Nos invito a ocupar espacios ultimateros y deportivos para replantearnos nuestro comportamiento individual y colectivo, particularmente en torno a las relaciones de género, la masculinidad, el poder e incluso nociones como el “obrar bien”. Puede que sólo encontremos más preguntas, y eso está bien. Tan solo en abordarlo veo un ejercicio de deconstrucción bastante valioso y de potencial transformativo.
La cultura de la competencia no se trata de desechar por completo la competición, sino de resituarla y reenfocarla más intencionadamente. Así como nos apasiona pelear el disco y anotar, ¿estamos dispuestos a velar por acabar la violencia de género en nuestros espacios? Claramente una es más apremiante que la otra.
Tú, ¿en qué equipo juegas?